Monday, August 13, 2007

3.

La rumana Nadia Comaneci se abría de piernas sobre un palo recto para luego hacer unas piruetas puntuables con una sonrisa de alambre tenso y atrapar los flashes, y los aplausos y las medallas en una de esas olimpiadas entretenidas donde los soviéticos competían con los gringos, mano a mano, como en un partido de básquetbol.
Nadia Pérez huele a pimienta y tiene una cicatriz de quemadura en su brazo de habano. Nadia se llama así por la Comaneci, me dijo la segunda vez que me atendió en ese restaurant -debe tener la misma edad que yo-. Como a la mujer de la pensión, también le interesó mi puto origen, mi acento, mi aspecto y la guitarra que adosé al costado de la mesa. Tóquese una canción me afirmó, suelta de cuerpo y con esa carne porosa y brillante de su pechugas servidas ante mis pupilas. Me sentía como en México, como en Tijuana, como en una película de machotes. Después de susurrarle a su oído donde estará mi primavera de Solís, me trajo un plato con una fritanga de perejil y un arroz en forma de teta y un ají. Le pagué con dólares como si fuera Mickey Rourke en Erase una vez México, y le pedí un Marlboro.

-Dónde está el baño-
-Acompáñame-
La cocinería era estrecha y de penetrante aroma a un condimento raro, después había un compartimiento como bodega. Cerramos la puerta y ella, sin preámbulo, me bajó el pantalón: nada especial, mientras yo fumaba mi Marlboro y me sentía como un vaquero del oeste violándose a una india, como un conquistador español violándose a una india, como un milico chileno de la guerra del pacífico violándose a una peruana. Ambas se llamaban Nadia -la mujer del restorán y de la pensión-. Ambas habían sido golpeadas -una quemada con cigarro- por su último amor, un machista maltratador. A ambas les traje un poco de paz, de amor, de tranquilidad. Que en paz descansen.
Fue el adiós de las nadias, y ahora van adornadas con el cortejo sepia y con flores desteñidas en esta ciudad dolorida que llora con pasión a sus muertos.

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